Llegamos al local
de la iglesia:
Nos dieron la bienvenida,
cantamos, danzamos
y un hombtre joven predicó
la Palabra;
otra vez volvimos a cantar,
dijimos una oración
y, por último, nos despidieron
con un cálido abrazo
acompañado de una gran
sonrisa.
Ya en la calle,
los mismos que habían estado
tan efusivos con nosotros,
y aparentemente tan alegres,
perdieron toda carne de sus cuerpos
y solamente quedaron
unos huesos horribles, inumerables,
secos.
El eco de Ezequiel 37
estuvo acompañándonos
el resto de la noche.
viernes, 19 de octubre de 2007
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